Cinco años después de haber
rodado Hara Kiri, Masaki Kobayashi nos transportó de nuevo al siglo
XVIII con Rebelión (1967), contando aquí con el enorme Toshiro Mifune
encabezando el reparto y consiguiendo otra vez un resultado espectacular.
Isaburo Sasahara (Toshiro Mifune) es un
diestro samurai vasallo del daimyo del clan Aizu. Lleva una vida tranquila con
sus hijos y una mujer con demasiado carácter. Un día, los consejeros del daimyo ordenan a su hijo
mayor, Yogoro, que se case con una concubina del daimyo llamada Ichi, la cual
ya es madre de un hijo. Reticentes a acatar la orden, finalmente la familia
acepta disciplinadamente la imposición y el nuevo matrimonio tiene una hija
llamada Tomi, consolidando un matrimonio feliz.
Entonces viene una nueva
imposición que provocará una escalada de acontecimientos finalizando en una
orgía de sangre. El heredero principal
del daimyo muere y este ordena a Ichi que retorne para cuidar a su hijo que
ahora pasa a ser heredero. La familia se niega y hombres del clan Aizu logran
mediante una trampa secuestrar a Ichi y llevarla al castillo del clan.
En una escalada de tensión,
preparándose Isaburo y Yogoro para un combate, llegan un capataz del daimyo con
un par de decenas de samuráis, llevando también a Ichi y con la oferta de, si
la mujer renuncia voluntariamente al matrimonio, conmutarles la pena de muerte
por una cadena perpetua. Ichi no da opción porque ella misma se precipita sobre
la lanza de uno de los hombres que la custodian y, mientras agoniza, llega a su
lado Yogoro que también es herido de muerte. Entonces se libra una lucha
desigual en la que Isaburo, expertísimo samurai, acaba con todos sus enemigos.
Tras enterrar a Yogoro e Ichi, Isaburo coge a Tomi con la idea de ir al shogun
de Edo para exponer lo que le ha pasado con su clan. En el viaje a Edo debe
pasar un puesto de control en el que está Tatewaki, otro experto samurai, amigo
suyo pero fiel al clan Aizu. Tras una larga lucha, Isaburo mata a Tatewaki e
intenta volver a coger a Tomi para seguir su camino pero, escondidos entre la
maleza, hay un montón de hombres del clan Aizu. Isaburo consigue con la espada
destrozar a quien se le ponga por delante, pero no puede evitar que los
disparos de los mosquetes le alcancen varias veces y muere junto a su nieta
que, en la última escena, es recogida por la nodriza.
Kobayashi plantea otra película
que, como en Hara Kiri o La condición humana, reivindica la
figura del hombre frente a la organización política despótica que, con sus
crueles líderes y burocracia, lo ahogan y oprimen. Una historia que pasa en
Japón en el siglo XVIII y podía haber pasado en muchos otros sitios y épocas
pero, lo más grave, es que ahora mismo estamos viendo un auge del autoritarismo
en todo el mundo y ataques a la dignidad de mucha gente. Frente a este
autoritarismo, Isaburo solo puede oponer, a parte de su eficiente destreza como
samurai que solo usa en la resolución violenta del filme al final, su moral y
honor para resistirse a los atropellos y arbitrariedades del daimyo del clan
Aizu. Solo puede, como indica el título del filme, rebelarse. Y no hay que
olvidar el componente romántico de la película, ese amor entre Yogoro e Ichi
que prefieren tener un final operístico muriendo uno en brazos del otro antes
que plegarse a las órdenes de los hombres del clan Aizu.
Y Kobayashi nos cuenta todo con
ese estilo solemne, con un adecuadísimo ritmo narrativo y jugando con
los encuadres, siempre perfectos, en formato de gran pantalla y con la banda
sonora compuesta con instrumentos musicales japoneses tradicionales. Y, al
igual que en Hará Kiri, la película va de menos a más. Toda la película
está muy bien, pero es que la última media hora es espléndida, por ejemplo, con
ese detalle de Isaburo y Tatewaki dando de comer a Tomi, resguardándola para
luchar luego entre ellos noblemente con la espada en un duelo a muerte. Después
de ese noble combate, Isaburo es abatido de forma indigna siendo cosido a tiros
con las primitivas armas de fuego de los hombres del clan Aizu.
Merece una mención especial Toshiro
Mifune. Me recuerda un poco al William Munny de Sin perdón. Cuando empieza
la película parece un hombre apocado, envejecido e incluso víctima de una
despótica esposa. Posteriormente, cuando tenga que defender su dignidad y la de
su familia, sacará toda la fiereza al igual que, por razones distintas, lo
hacía Munny. Mifune, con una presencia en pantalla comparable a la de un John
Wayne, exhibe una enorme fortaleza física y moral en esa última parte de la película.
Oda cinematográfica a la
dignidad. Obra maestra.
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