La quimera del oro
ya es un filme centenario. Producida en 1925, para recuperarse del fracaso
comercial de la magnífica Una mujer de París, rodada un año antes; el
filme en que Charlot busca oro en la gélida Alaska pertenece a la memoria colectiva del cine con la clásica escena del protagonista, famélico, comiéndose una
bota previamente cocinada en una olla.
No
es de las películas de Chaplin en que haya más comicidad. Pero, cuando la hay,
son escenas de gran calidad, como la de la cabaña medio suspendida al borde de
un precipicio oscilando según se mueven Charlot y su compañero en su interior;
un baile en que Charlot se ata involuntariamente a su traje la correa de un
perro; o, cuando el hambre, hace que el compañero de Charlot tenga la visión
alterada y lo vea como un pavo.
Cuando
la comicidad no está presente, lo bueno de la película es que no pierde interés
porque la historia está muy bien narrada, transitando desde el cine de
aventuras protagonizado por Charlot, otro buscador de oro colega suyo y un villano
buscado por las fuerzas del orden; a un melodrama romántico con la historia
entre Charlot y una Georgia Hale que empieza burlándose de él, pero acaba enamorada
del simpático vagabundo.
Y
es que es una película con final feliz. Frente al ambiguo final de Luces de
la ciudad y Tiempos Modernos, y el decididamente triste final de El
circo, aquí tenemos happy end y nos alegramos mucho de que Charlot sea feliz
con Georgia.
100
años no son nada.
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