Ayer recibimos la triste
noticia de la muerte de David Lynch. Sin su genio creativo, hoy el mundo es un
poco peor.
Lynch era un director con un
estilo reconocible en muchas de sus obras y dotado de una gran personalidad
artística. Narrador de historias oníricas y surrealistas, exploraba lo que hay
detrás de las apariencias llegando a aspectos turbios y sórdidos de la personalidad
de muchos de los personajes que desfilaban por sus películas creando una atmosfera
de desasosiego. Su cine era como radiografiar la sociedad de una pequeña población
estándar estadounidense en Blue Velvet, la hollywodiense en Mulholland
Drive o la californiana de Carretera perdida para mostrarnos sus
partes más irracionales, ponzoñosas y perturbadoras. Destacaría como mi personaje
favorito al Frank que Dennis Hooper interpreta en Blue Velvet y, como
figura aterradora, el diablillo al que da vida Robert Blake en Carretera
Perdida.
Con proyectos menos personales,
también hizo obras notables. Vi hace un par de años El hombre
elefante y me pareció muy buena película. Probablemente, sea Dune su
película más desafortunada pero, pese a ello, resulta un peliculón comparándola
con los dos tostones que rodó Dennis Villenueve en su adaptación de la novela
de Herbert.
Mención especial merece Una
historia verdadera, porque yo creo que es un proyecto personal como para
decirle al mundo que también sabía rodar una película de corte clásico, alejada
de su estilo más reconocible, realizando una obra maestra.
Retirado de la dirección desde Inland
Empire, mis dos últimos recuerdos de Lynch son en una faceta en la que, aunque
se prodigó poco, logró resultados entrañables. Así, lo recuerdo como actor en su aparición
en Lucky, con el también malogrado Harry Dean Stanton y, especialmente, interpretando
a John Ford en Los Fabelman para instruir a Spielberg en cómo se
encuadra el paisaje con una cámara.
D.E.P.
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