Doce hombres sin piedad (1957)
es la típica película que, al encontrarla en algún canal, siempre me apunto a
verla un rato. Pero ayer decido verla de principio a fin, siendo una película con
tanto contenido y rica en matices que siempre es un placer verla.
Escrita por Reginald Rose, fue
estrenada para la televisión en un telefilme dirigido por Franklin
J. Shafner en 1954. Tuvo un gran éxito y eso hizo que pasase al teatro y, tres años más
tarde, al cine en esta película de bajo presupuesto, financiada por Henry Fonda
y el propio Rose, con un debutante en la dirección como Sidney Lumet, que tuvo
un calendario ajustado y la rodó en 19 días.
Partiendo del texto espléndido
de Rose, que también fue quien lo adaptó como guionista, me parece prodigioso
por parte de Lumet meter una historia de debate judicial entre doce hombres,
con la densidad y apasionamiento con que intervienen, en 90 minutos de duración.
Los doce miembros del jurado, en mayor o
menor medida, disponen de un espacio propio en la película para que los conozcamos
y veamos el grupo heterogéneo que componen en cuanto a clase social, pensamiento,
edad, etc. Y Lumet refleja muy bien ese calor asfixiante de un verano neoyorquino
que influye en el malestar de los miembros del jurado, quejosos algunos de que
la sala no tenga aire acondicionado y vemos sus camisas empapadas de sudor, cosa
que contribuye a que algunos de los debates entre los personajes suban de
temperatura y lleguen casi hasta las manos.
Por supuesto, la fama de la película
en cuanto al miembro del jurado que ha analizado el juicio y tiene una duda
razonable, cosa que ha de comportar la decisión de declarar no culpable al
chico, se la lleva Henry Fonda, el jurado número 8, que se enfrenta inicialmente a todos los demás miembros y con su voto impide un veredicto unánime de culpabilidad. Frente a la ligereza con que algunos acuden a
deliberar ante un caso aparentemente claro (Jack Warden, jurado número 7); o
con ánimo justiciero por razones familiares (Lee J. Cob, jurado número 3); o por intolerancia relacionada con el status
social (Ed Begley, jurado número 10); o se dejan llevar por puro seguidismo y
comodidad hacia la postura mayoritaria ( Martin Balsam como jurado número 1 o
Robert Weber como jurado número 12); emerge la figura de Henry Fonda, el único
al principio que muestra un sentido de la responsabilidad por la decisión de
enviar o no a un chico a la silla eléctrica y, en segundo lugar, dispuesto a
analizar en profundidad las pruebas de un juicio en el que el abogado de oficio
del acusado pareció llevar el caso con desgana (aquí habría una de las muchas
críticas de la película: hay una justicia para ricos y otra para pobres). Pero
me parece igualmente importante la figura del jurado número 9 (Joseph Sweeney)
ya que, con su voto, fuerza a que continúe el debate comprendiendo la postura
de Fonda. Además, Sweeney aporta el dato fundamental para vencer la resistencia
del analítico y racional jurado número 4 (E.G.Marshall) y es que la única testigo
visual del crimen llevaba una marca en la nariz de utilizar gafas y era
razonable que no las llevará mientras estaba en la cama y, desde su habitación,
vio supuestamente al chico asesinando a su padre, por lo que su testimonio no
puede ser concluyente y hace pensar en la existencia de una duda razonable. Y
es que Fonda no lo podía hacer todo solo, incluso siendo el héroe de la
película se necesita la figura de otro hombre con sentido de la responsabilidad
para hacer que un jurado funcione.
Una lección de cine.
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