Rodada en color en el año 1961,
El otoño de la familia Kohayagawa es la penúltima película de Yasujiro
Ozu y en ella encontramos ese tránsito de la sociedad japonesa desde la
tradición a la occidentalización. En la primera escena, un hombre hace de celestino
intentando que su cuñada, que se ha quedado viuda, considere a un amigo suyo para
un nuevo matrimonio y los hombres fuman cigarrillos Marlboro, estando en la
mesa un cenicero de la marca Cinzano. Poco después, en una despedida de trabajo
en la que la que una de las hijas de la familia participa junto al hombre que
le gusta y que se va a trabajar a Sapporo, vemos un orden tradicional de hombres
y mujeres alineados a cada lado de la mesa, pero hay botellas de coca-cola y
fanta, bebidas de reciente implantación en el país nipón. Por tanto, hay un
retrato de un Japón que evoluciona, cosa que también se percibe por los planos
de luces de neón que Ozu inserta al localizar la acción en una zona de animación
nocturna.
Pero pronto estas historias de dos
de las mujeres de la familia quedan como secundarias porque adquiere protagonismo
el Sr. Kohayagawa, viudo, fabricante de sake y que escapa del control de sus
hijos para ir a ver a una antigua amante a Kioto, que a su vez tiene una hija que
se insinúa es de Kohayagawa, una chica moderna, vestida al modo occidental y a
la que vienen a buscar dos chicos americanos para salir en dos momentos diferentes,
otra prueba que Ozu retrata los cambios de la sociedad japonesa.
La trama, que tiene un tono de
comedia ligera, posteriormente gira en torno a dos ataques al corazón que sufrirá
el patriarca de la familia. En el primero todo quedará en un susto, aunque
vemos la preocupación de la familia y, en cambio, el segundo es más serio y le
lleva a la muerte, pero no lo vemos al quedar en elipsis y sucede mientras está
con su antigua amante. Además de solucionarse las tramas de las chicas, la
viuda decide no casarse con el pretendiente y la otra chica decide ir a Sapporo
al encuentro del chico del que está enamorada, no hay más acción. Pero la
sencillez es siempre una virtud en Ozu. Una pareja que está en un arrozal ve un
humo blanco producto de la incineración y comprueban que alguien ha fallecido
como un acto de lo más natural, mientras la familia adopta una postura más bien
relajada durante el velatorio. La muerte no es vista como algo excesivamente trágico,
sino como un orden natural también representado por uno de los últimos planos,
un par de cuervos en unas piras funerarias.
Filmada con la habitual
elegancia y sencillez de Ozu, planos largos, fijos, buscando el encuadre
óptimo, con casi ningún movimiento de cámara, esa sencillez narrativa, que
también alcanza a la trama, esconde en el fondo el retrato de lo que es la vida
familiar y algo mucho más profundo y trascendente. Y eso narrando con un tono
contenido, tanto en lo que sería la parte de comedia como en la dramática que
supone la muerte de una persona. Ozu, en gran parte, rodó muchas veces la misma
película y ésta es una más en su extensísima filmografía, tan brillante como muchas
otras y, siendo de la última etapa, fotografiada en color.
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