viernes, 22 de noviembre de 2024

FURIA

 

Furia (1936) es la primera película americana de Fritz Lang y él mismo participó en el guion ´junto a Barlett Comack, tomando de base una historia de Norman Krasna. El hecho que participara en el guion parece demostrar el interés de Lang en la película y creo que, al igual que golpeó a la sociedad alemana con, entre otras, M, el vampiro de Düsseldorf; aquí lo hace con la americana y la mala conciencia de aquellos personajes que, en la mejor escena de la película, forman una turba que incendia la cárcel para achicharrar al falso culpable Joe Wilson. Una tradición muy arraigada en América la de linchar a la gente como se ha mostrado en muchos westerns y que podía estar igual de viva en el año de realización de la película. A pesar de todo, Lang estuvo comedido en esta producción de la Metro Goldwynn Mayer porque él quería que el personaje fuera un negro acusado falsamente de violar a una chica blanca, cosa que no podía ser admisible ni en la Metro ni en ningún otro estudio de Hollywood. Así que acepto renunciar a alguna de sus ideas para poder realizar su primera película en los E.E.U.U.

En la presentación del filme, Joe Wilson (Spencer Tracy) y Katherine Grant (Sylvia Sidney), los dos enamorados que ahorran dinero para casarse y hacen planes frente a escaparates de muebles y ropa de hogar, tienen una actitud excesivamente acaramelada, pero esto servirá de contrapunto a la brutal sed de venganza con la que Wilson afronta el haber escapado de la cárcel y poder, dándosele por muerto, enviar a la horca a los que participaron en el intento de linchamiento y posterior incendio del presidio. En cambio, Katherine nunca abandona un aire angelical que posibilitará la redención final de Wilson en un final un tanto apresurado. La idea inicial de Lang era que se ajusticiara a los linchadores y luego se le aparecieran a Wilson a modo de espectros pero, en una previa, la gente empezó a reír con este final.

En las escenas del juicio, Lang filma admirablemente bien el rostro de las personas que, después de negar su responsabilidad en el linchamiento, ven a través de una película como queda indubitada su participación en la repugnante reacción de la masa ante el encarcelamiento de Wilson, al que se le acusa de secuestro y no de violación como era la primera idea de Langa. En cambio, más floja es la resolución del hecho que, pese al incendio y demostrar quienes lo propiciaron, la falta del cadáver hace que no se les pueda acusar de asesinato. Para salvar este obstáculo, el juez recibe una carta anónima, hecha por Wilson, con un anillo de éste que permita probar su desaparición en ese lugar al encontrar un objeto personal. En ese momento, que el juez abandone su lugar en el juicio y se siente donde son preguntados los testigos, jure sobre la Biblia y responda las preguntas de los abogados, resulta incoherente y absurdo.

Tracy ofrece una gran interpretación propia de alguien con su prestigio y Sidney, ahora muy olvidada y rescatada por Tim Burton en Mars attacks hace ya unos veinticinco años, da muy bien el tipo de chica dulce y tierna, que afronta la tragedia de perder a su amado con entereza y, al enterarse de que no está muerto, lo va a buscar y le hace ver su equivocación en su obsesión vengativa.

Sin ser una película del todo redonda, pero casi, la película supone una irrupción furiosa de Lang en el cine americano que daría pie a muchas otras grandes películas. 

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