Acudo a un cine de estreno para
ver Cerrar los ojos y la experiencia es inmejorable porque veo una película soberbia.
Por lo que veo, ha cosechado muy buenas críticas, aunque no de forma unánime y ha sido criticada muy negativamente por Carlos Boyero. A
mí me ha parecido una gran película, a la altura de El sur y El espíritu de la
colmena.
Cuando una película veo que dura
dos horas y cincuenta minutos temo que no se me vaya a hacer larga, pero, en
esta ocasión, el tiempo pasa rápido y ese es el mayor elogio a la película. El interés no decae en ningún momento e incluso la historia te atrapa yendo de menos
a más.
Uno de los aspectos que más me
gusta es ver la película como un homenaje al cine en esas dos bobinas de un
filme perdido e inacabado que abren y cierran la película. Y esos recuerdos del
protagonista cuando pasa las hojas de un cuadernillo reproduciéndose los
fotogramas de la llegada al tren de Lumière, o cuando coge la guitarra para
cantar una canción de un indispensable clásico del cine americano.
Luego está la historia del protagonista,
un director llamado Miguel Garay (Manolo Solo) que, buscando a su amigo Julio
Arenas (José Coronado), desaparecido hace 20 años, hace balance de su vida.
Director con solo una película acabada y una segunda, sin terminar, y en la que
desapareció sin dejar rastro el actor Julio Arenas; y escritor no parece que
con demasiado éxito, vive de manera más bien precaria en un asentamiento
costero del sur de España. La oportunidad de colaborar con un programa de TV del
tipo quién sabe dónde le da la oportunidad de localizar a un amnésico (o algo
parecido) Julio Arenas en un asilo donde realiza labores de mantenimiento.
Nadie sabe muy bien como Arenas llegó a la localidad donde se encuentra el
asilo, sin documentación, sin saber su identidad y con pocas pertenencias, entre las cuales hay un par de
objetos relacionados con la película que estaba rodando junto con Garay. La
película alcanza su punto culminante cuando Garay exhiba en la sala de cine del
pueblo (recientemente cerrada dice de manera triste el propietario) esas dos
bobinas y se abra la posibilidad que la magia del cine encienda el click, active
la memoria y se recupere una amistad y una relación paterno-filial.
Película reposada, con excelentes
diálogos y planificada al milímetro, supone la despedida a lo grande, y manteniendo
un gran nivel, del cine de Víctor Erice.
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