Le congrés ne marche pas
es la última obra de La Calòrica estrenada este mes en el Lliure con gran expectación
ya que hace días que vendieron todas las entradas. Y la verdad es que vale la
pena acudir al teatro y ver la obra.
La obra se divide en 5 actos y
los 3 primeros se desarrollan en 1814 durante los meses en que se celebró el
Congreso de Viena. Consultado de manera breve y apresurado por Wikipedia lo que
explica sobre ese suceso histórico, resulta que la obra refleja muy bien su espíritu.
Diplomáticos, ministros e incluso el zar Alejandro I se reunieron en la capital
austríaca para tratar cómo había de ser la Europa posterior a la derrota de
Napoleón. Pero, más que sesiones plenarias, se celebraban múltiples reuniones,
muchas de ellas aprovechando bailes, obras de teatro, óperas o cenas de gala; y
con participación activa de mujeres que, si bien no tenían en aquella época cargos
oficiales, sí tuvieron un papel activo entre bambalinas. A pesar de que muchos
representantes no firmaron el acta final, el Congreso definió por un tiempo, no
muy largo, fronteras en Europa de una forma arbitraria, reforzó el absolutismo
como único régimen político posible lejos de aventuras revolucionarias y dejó a Francia en los límites que tenía en 1792
perdiendo todos los avances territoriales conseguidos por Bonaparte.
¿Se puede contar todo esto que
parece un rollo de forma divertida? Pues sí, se puede. Y eso es lo que hace la
Calórica con disparatadas situaciones, cayendo de lleno en la astracanada y aprovechando
al máximo la música, el vestuario, las luces y el buen hacer de los actores en
un brillante ejercicio teatral. Para ello, toman como figuras principales el
zar Alejandro, el primer ministro austríaco Metternich, Lord Robert Castlereagh
como enviado del reino de Inglaterra y la intrigante princesa de Bragation. Paradójicamente
y aunque se trataba de administrar la derrota de Francia, el Congreso se desarrolló
en lengua francesa porque era la lengua común en la que podían entenderse alemanes,
austríacos, rusos e ingleses. Pero hay una excepción en el enviado español, Pedro
Gómez de Labrador, que ha de acompañarse de un ministro francés para que traduzca
al idioma galo su castizo español y que provoca algunos de los momentos más
hilarantes de la obra.
En el cuarto acto se rompe el
tono de comedia pero se profundiza en la reflexión histórica. Se salta a la
última década del siglo XX para escuchar un discurso de Margaret Thatcher defendiendo
sus posiciones ultraliberales y contrarias al Estado del bienestar que empezó a
desmontar en el Reino Unido, combatiendo de manera dura a los sindicatos e
impulsando privatizaciones.
La obra plantea la pregunta de si las cosas hubieran podido ser de otra manera. Al final, el problema es que siempre pringan los mismos, la gente sometida durante el Antiguo Régimen que intenta perpetuar, con poco éxito, el Congreso y los damnificados por las políticas neoliberales que Thatcher impulsa 150 años más tarde. El contexto político es diferente pero los perjudicados siempre son los mismos, las clases más desfavorecidas.
Y en el quinto acto los actores han dejado atrás el vestuario del siglo XIX y aparecen vestidos de oscuro, con un look pijo y sofisticado. El actor que ha interpretado el papel de criado en los actos del Congreso también aparece y lleva una bandeja que se le cae. Los demás actores le apremian a recoger lo que ha caído de forma prepotente y maleducada. Y, en vez de recogerlo, empezará a moverse de forma espasmódica hasta acabar bailando, subiendo por las gradas donde se encuentra el público, contagiándolo con su baile ante la mirada sorprendida del resto del reparto. Un conato de rebelión, con final apoteósico, para rematar una gran obra
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