Guardo
un recuerdo entrañable de Posesión infernal, vista en la época del VHS
de los años 80. Vi las primeras secuelas, de las que recuerdo poco, y no he
visto el remake de 2013 pero, animado por algunas críticas positivas, me acerco
al cine a ver Posesión infernal: el despertar.
Si Posesión
infernal era una película fresca, innovadora en algunos aspectos e incluso diría que un poco
ingenua, no puede suceder lo mismo con las películas posteriores que han de
seguir las características principales del film matriz. Así, tenemos en esta
nueva secuela esos planos subjetivos del diablo en forma de travelling rápidos
y esos entrañables poseídos que actúan con violencia, sadismo y, de vez en
cuando, mutan la voz que vuelve a tener el timbre de los poseídos. No hay
margen de sorpresa y ya sabemos lo que hay detrás de una secuela de la
franquicia Evil dead. Un chico abrirá de manera accidental el Necromicón,
aquel libro hecho de piel humana y escrito con sangre guardado en lo que era
una cámara acorazada de un banco y, empezando por su madre, demás
hermanos y vecinos, se abrirá la veda para que los personajes vayan siendo
poseídos uno tras otro hasta que la heroína puede meterlos a todos en una
trituradora y acabar con ellos. O casi, porque es imposible vencer al mal y que
no hayan nuevas secuelas. Además, la presencia como productores
ejecutivos de Sam Raimi y Bruce Campbell invita a pensar que habrá nuevas
entregas.
A
pesar que todo lo que va a pasar es perfectamente previsible, la película
dirigida por Lee Cronin está hecha con buena factura. Se logra mantener una
tensión narrativa y convertir el bloque de apartamentos donde pasa la acción en
un espacio claustrofóbico en el que se siente la proximidad de la sangre e
histeria de poseedores y poseídos.
El público es mayoritariamente adolescente y se lo pasa bien, sobre todo riendo y gritando en algún momento. Dos personas adultas abandonan la sala cuando quedan unos veinte minutos de metraje. Será que no sabían que iban a ver.
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